Sunday, March 15, 2009

Que lo tiren al Mapocho!

Recortado de un mail que le escribí a una amiga uruguaya el 17 de diciembre del 2006, a 7 días de la muerte de Pinochet.

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El domingo me levanté tarde, y estaba mirando noticias intrascendentes sobre las acusaciones de racismo a Mel Gibson por su última película en un sitio americano cualquiera cuando me llamó la atención la palabra Chile en uno de los titulares - el resto de la frase era "....'s Pinochet Dies". Con las mismas salí a la calle. Hacía una hora que había muerto, y Plaza Italia, el epicentro de las celebraciones, es sólo a 6 cuadras de mi casa, así que fui de los primeros en llegar.

Pasé todo el domingo en la calle. El silbato que me habían regalado en la marcha gay de Bae me vino al pelo. Fue el día que empecé a querer a Santiago un poquito: fue bueno ver a los chilenos, usualmente tan secos de vientre, perdiendo el control. Apenas me metí entre la gente me mojaron con champagne. Las banderas mayoritarias eran por lejos las del Partido Comunista, única colectividad política que me inspira algo de respeto.

Después de un break para ir al centro a hacer una llamada a Uruguay y volver, la caótica concentración se había transformado en un enorme caudal de gente que marchaba, agrupado en columnas, por la Alameda en dirección a la Moneda. Confiando en que el movimiento no se interpretara como un signo de apoyo al gobierno, me uní al flujo.

La llegada a La Moneda fue inolvidable. Con la ventaja de estar solo, me escabullí hacia adelante y quedé parado en un montículo del cantero central de la Alameda en la esquina del palacio. La enorme explanada que separa a la casa de gobierno de la Alameda, de media manzana de tamaño, diseñada en el gobierno de Lagos por algún arquitecto que habrá querido encontrar una expresión de horizontalidad democrática, pero que fracasa en su propósito por estar siempre rodeada de vallas y policías que la hacen inaccesible a la sociedad civil que pretende celebrar, mantenía al palacio a buen recaudo del mar de gente que inundaba la Alameda y, cruzando ésta, la plaza de la ciudadanía. Mar de gente inmóvil, entonando cánticos bajo sus banderas y pancartas. Nadie se hubiera extrañado de ver a Allende salir al balcón a saludar. En el santo santuario de la explanada, hacia mi esquina, un guanaco, monstruo de lata con ruedas de dos pisos y medio de altura. Mi reino por una cámara.

Pasados unos quince minutos, sin mediar provocación de parte nuestra y sin previo aviso, el monstruo de lata arremete contra nosotros con sus chorros de agua. Se produce el primer desbande de gente empapada; mis compañeros de montículo y yo, lejos del alcance de las mangueras, los dejamos pasar de largo y mantenemos nuestro punto de vista privilegiado. En la calle, ahora casi vacía, un par de monstruos hijitos persiguen, con sorprendente agilidad, a los manifestantes que no se van, en general más jóvenes y más mujer. Caen las vallas y el monstruo papá invade la alameda. Desde el lado de la plaza de la ciudadanía, a nuestras espaldas, un guanaco que no habíamos visto venir nos ataca de sorpresa. Esta vez los chorros sí alcanzan el cantero y nos empezamos a mover. Al mismo tiempo se empieza a ver manifestantes cubriéndose la cara con las remeras; levantando la vista, una nube de gases lacrimógenos que avanza. Llegó el momento de correr. Dos cuadras más adelante, los gases finalmente nos alcanzan. Paso por mi casa un momento, todavía llorando, y vuelvo a salir.

Todavía quedaba bastante gente en la calle: en las 10 cuadras largas que separan Plaza Italia del centro se habían formado media docena de núcleos de gente joven bailando y tocando música en vivo en torno a una pequeña fogata, cada uno con su historia. Me acerqué a una en la esquina de Baron Pierre y me quedé ahí. Mientras la gente cantaba y tomaba abundante cerveza cayó el sol. No faltaban osos atractivos, e intenté seducir a uno que otro, pero no parecían querer compañía. Cada vez que un helicóptero nos sobrevolaba se levantaba una silbatina.

Cuando ya estaba oscuro, intenté acercarme al centro pero cuando había caminado dos cuadras se oyó una explosión y un ruido de sirenas, y otra vez tuvimos que correr. De vuelta en la peña de Baron Pierre, otro helicóptero y al rato, otra nube de gases. Esto nos desbandó definitivamente - suficiente llanto para un día de fiesta.

El martes hubo un acto por Allende en Plaza Constitución, frente a la otra fachada de La Moneda - no del lado de la Alameda sino del lado "interior" al centro - a la misma hora que se llevaban el cuerpo de Pinochet a Viña para cremarlo. Por suerte mis horarios me permitieron ir. Me pegó muy fuerte el acto, por razones que sería mejor explicarte en persona. Terminamos haciendo fila para depositar una flor en el monumento de Allende. Yo no había llevado, así que improvisé una de origami con dos volantes que me habían dado.

El otro highlight del martes fue comprar el número del lunes de La Nación - el diario oficial, pero que es como un diario cualquiera, y es de izquierda. Totalmente dedicado a Pinochet, está lleno de entrevistas y opiniones muy interesantes. Compré dos ejemplares, uno para mandarle a mi viejo. Rescato los comentarios donde se dice que la peor herencia de la dictadura está en la psicología de los chilenos y su forma de interactuar y operar día a día, cosa muy palpable.

Tuve el ojo izquierdo irritado toda la semana por los gases de la policía, y la verdad es que fue una semana horrible después de un fin de semana tan removedor, y escuchando a compañeros de trabajo con los que creés tener una relación cordial elogiar a Pinochet. Se escucharon muchas pavadas - not least de parte de la mamarracha de la Bachelet. Un amigo, triste porque no lo juzgaron - comprendo, pero tuvieron 16 años para hacerlo. Tenía 91. No fue exactamente una fatalidad del destino que escapara de la justicia. Para terminar de molestar, la directora del instituto me vino a ver la última clase del viernes, si bien con previo aviso.

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